14 abr 2009

La batalla de ‘Superman’

No pude contener las lágrimas y le di un fuerte abrazo que para mí duró eternamente. Luego besé a su hijito y nos despedimos.

A las tres de la tarde se oyeron voces de desesperación. Una madre con toda su ropa mojada irrumpió en la emergencia llevando en sus brazos a un niño de 4 años, completamente desvanecido y a las claras con un cuadro de cianosis (piel morada) muy acentuado. Se indicó a la madre el cuarto de super emergencia. Llorando nos explicó que el niño se había caído a la piscina de su casa y que ella se dio cuenta después de algunos minutos, cuando encontró el cuerpecito de su hijo en el fondo de la piscina, sin mostrar movimiento alguno. Su nombre, Juanito.
Inmediatamente se activó el equipo de emergencia. Existe un axioma irrefutable: el aire es vida. Pero en el caso de Juanito, los pulmones estaban repletos de líquido que impedía que el aire llegue a los alveolos, que es donde se produce el recambio de oxígeno con la sangre.
El anestesiólogo intubó en pocos segundos al paciente para tener una vía de aire con el fin de extraer el líquido de los pulmones y entregarles oxígeno. Los residentes colocaron una vía en la vena para administrar medicamentos y fluidos intravenosamente; simultáneamente, la enfermera puso una sonda en la vejiga como medio más sencillo de controlar la cantidad de líquido que estaba circulando en el cuerpo del niño. Otro residente fijó los electrodos del monitor cardiaco en el pecho del paciente y prendió el equipo. Para preocupación y tristeza de los médicos, la pantalla mostraba solo una línea plana, que indicaba que había un paro cardiaco. Con los pulmones cerrados y el corazón parado, el niño prácticamente estaba muerto.
Pero la batalla recién empezaba. Los niños tienen más capacidad de resistir la anoxia de los tejidos que los adultos, sin que esta cause daños irreversibles, lo que nos alentó a dar una lucha sin cuartel. La clave de todo era una información que no teníamos: cuánto tiempo el niño estuvo sin respirar desde que se hundió en el agua de la piscina hasta que llegó al hospital. La residencia del niño estaba muy cerca del hospital, por lo que calculamos que, en el mejor de los casos, el tiempo transcurrido era de ocho a diez minutos, tiempo en que usualmente no ofrece posibilidades de reanimación.
Todos pensábamos, sin hablar, “es un niño y con la ayuda de Dios tiene una pequeña posibilidad”. Con el tubo endotraqueal unido a un respirador, los pulmones de Juanito empezaron a recibir el aire vital mientras que los residentes, turnándose cada cinco minutos para conservar la efectividad de las maniobras, se preocupaban de dar masaje externo al corazón. Cuatro compresiones del tórax y una insuflación de oxígeno es el ritmo que se lleva en las maniobras de RCP (Resucitación Cardio Pulmonar). Luego de cinco minutos de masaje cardiaco, la línea en el monitor se mantenía plana; el anestesiólogo solicitó adrenalina y con una aguja apropiada la inyectó directamente en el corazón. Inmediatamente, el gluconato de calcio fue administrado por vía intravenosa. El corazón no respondía y la línea se elevaba en cada compresión del corazón, solo para demostrar que el masaje estaba siendo efectivo. Se interrumpió el masaje y la respiración artificial para dar paso al primer choque eléctrico con el desfibrilador. Juanito se contrajo totalmente, arqueando su espalda sobre la mesa; pero la línea seguía plana. Cada ciertos minutos se repetían los mismos procedimientos sin obtener respuesta.
Todos los médicos tenían, en su cabeza, la gran pregunta: si el corazón respondía en algún momento, ¿cómo quedaría el cerebro? ¿Se convertiría Juanito en un vegetal humano o viviría con un grado de discapacidad que nos recordaría siempre que no debimos luchar tanto por su vida?
Casi a los veinticinco minutos de haber intentado revivir a Juanito, el jefe del equipo decidió suspender todas las medidas de resucitación. Se había hecho lo posible y no se había tenido éxito. Yo estaba recostado sobre una esquina del cuarto y veía con pena cómo todos los médicos se iban retirando angustiados por la derrota, cuando un rayo de luz me iluminó y ordené: “Por favor, el último intento con el desfibrilador y nos vamos”. Tomé por primera vez las paletas del mismo y, colocándolas en el pecho de Juanito, ordené la descarga eléctrica. El cuerpo de Juanito se volvió a retorcer y, para sorpresa de todos, la línea plana empezó a tener forma de latidos, al comienzo lentos, luego muy lentos, para inmediatamente tomar un ritmo casi normal. Nadie festejó el retorno del corazón a su latido normal porque sabíamos perfectamente que las posibilidades de recuperar un niño normal eran muy remotas.
Juanito permaneció casi treinta días en terapia intensiva. Las primeras dos semanas, con sus pulmones conectados a un respirador artificial. El problema era lograr que respire solo. Durante dos semanas, los primeros intentos fueron en vano, pues Juanito no quería respirar por sí mismo; por eso era conectado reiteradamente hasta hacer un nuevo intento. Por fin, a los veinte días, Juanito empezó a respirar solo.
Sus condiciones cerebrales eran malas, pues no despertaba y apenas tenía uno que otro reflejo. Cada signo nuevo de reacción cerebral era festejado por médicos y enfermeras, hasta el día que Juanito pudo deglutir alimentos que tiernamente le administraba su madre. En esos días, Juanito pasó a una habitación. Para todos ya había perdido su nombre para llamarlo, a partir de esos días, Superman.
Superman permaneció algunas semanas más en el hospital; dio sus primeros pasos e hizo un intenso trabajo de rehabilitación.
El día que Superman se fue a su casa para continuar con la terapia física y de lenguaje, fue motivo de fiesta en el hospital. Cada persona de la institución sentía que había aportado con granitos de arena para que este angelito volara nuevamente a su hogar.
Los primeros años continué viendo la evolución de Juanito, que era más que satisfactoria; exceptuando ciertos defectos en la motricidad, su cerebro funcionaba normalmente.
Un día, mientras caminaba por uno de los corredores del hospital, un joven que llevaba de la mano a un niñito de unos 3 años se me acercó sonriente y me preguntó: “Doctor, ¿ya no se acuerda de mí? Soy Superman y este es mi hijito”. No pude contener las lágrimas y le di un fuerte abrazo que para mí duró eternamente. Luego besé a su hijito y nos despedimos. Casi automáticamente me dirigí a la capilla de hospital, me arrodillé y agradecí a Dios por ser médico, por haberme iluminado y por haber tomado la decisión de continuar, por última vez, la RCP, gracias a la cual Superman vivía y también su hijito. Día tras día me he preguntado qué me hizo tomar esa decisión.

Fragmento del libro ‘Todo lo que dijeron de mí es verdad’.

*Doctor en medicina, cirujano ortopédico.

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